AVISO PARA QUIEN QUIERA COMENTAR

¿Dónde está la sabiduría que perdimos en el conocimiento?
¿Dónde el conocimiento que perdimos en la información?
T. S. Eliot, Coros de La roca, I



miércoles, 19 de enero de 2011

Leer lo cercano

“Um cabelo limpo e bonito, com corpo, começa no couro cabeludo”. Llevo unos días leyendo esta frase cada mañana. Lo que sé de portugués lo he aprendido en el lavado del pelo, y allí, a esas horas de la mañana, tiene lugar la primera escuela del día. Desde hace algún tiempo, solo utilizo champúes bilingües, y desde luego han de estar en portugués: será una sinestesia, pero pienso que para el cabello se necesita un idioma sedoso y sensible: “cabelos ressecados e quebradiços”, “crescimento”… Y, además, los idiomas exigen perseverancia, tiempo para asentarse, llegar a las raíces del hablar, compartir estructuras con el idioma materno, quizás revelar unos antepasados comunes: no puedo evitar un estremecimiento cuando descubro en el “não só auxilia o crescimento dos cabelos como evita a queda” al nieto luso del clásico “non solum… sed etiam”. Así las cosas, nunca compraría un champú monolingüe: sería algo más propio de un mundo premoderno que todavía desconociera las redes de la globalización.

Por otro lado, mi módico holandés procede del desayuno, del energético mundo de los cereales. Los cereales son menos poéticos que los champúes, pero –nunca mejor dicho- van al grano: ‘Rijst’, ‘suiker’, ‘melk’ (arroz, azúcar, leche). Estamos en centroeuropa, en el explosivo ámbito del monosílabo, o casi, que las lenguas germánicas utilizan para nombrar las realidades más materiales. No puedo evitar recordar el “frumentum flagitare” con que Julio César exigía trigo a las tribus en sus correrías por la Galia. Algún día habrá que viajar a Holanda, a comprobar si la luz de Vermeer tiene verdaderamente la misma contundencia que la de los monosílabos. Mientras tanto “Lees hier meer” (lea más aquí), continúa la parte holandesa del prospecto.

Mi alemán también se ve beneficiado, esta vez a la hora de la comida, por el marketing del vino. La lectura en voz alta de una frase como “Winen die ihre frischen und fruchtigen Primäreigenschaften noch bewahren” antes de beber, es una segura gimnasia de palatales para despertar el paladar. Y ocasionalmente repaso el italiano si tengo que recurrir a algún producto de limpieza.

A través de estas peculiares lecturas, conocer el portugués capilar, el alemán vinícola, el holandés de los cereales, o refrescar el italiano por el campo del saneamiento del hogar, puede parecer una excentricidad, pero no carece de un interesante sentido. Salvo por la inmersión en una cultura, un idioma solemos aprenderlo por parcelación: dominaremos la parcela en la que vivimos a diario, porque necesitamos vivir ahí. Incluso un inglés aprendido a través de un método, no deja de ser el idioma de la parcela “método para aprobar los exámenes y conseguir el título”; pero necesitará validarse y encarnarse en el ancho mundo de la cultura anglosajona vivida. Desde una parcela colonizamos otras, nos animamos a dedicar más tiempo y ampliamos el interés. Surgen otras lecturas. Y al mismo tiempo, reforzamos el idioma propio. Ganamos sensibilidad lingüística, que revertirá en nuestro modo de elegir sinónimos, de cuidar el uso de reglas gramaticales cuando vengamos a hablar y a escribir. Dada mi situación personal, hoy sólo puedo atreverme a pequeñas parcelas. 

Además, en nuestra sociedad postmoderna, la lectura viene estabulada en ranuras y resquicios, pequeñas superficies que pasan por la película cotidiana, ese largo “corto” casero cuyos fotogramas se confeccionan cada día al ir por ahí con los ojos abiertos: etiquetas, carteles, posters, cajas, bolsas, envases, anuncios luminosos. La globalización suele allegar caóticamente, en pequeñas dosis imprevisibles, pequeños encuentros con lo otro y su idioma. Necesitamos saber un número de palabras en otros idiomas. Leer etiquetas es un signo de actitud correcta, abierta al mestizaje, a la atención a lo otro y lo nuevo. No cuesta apenas nada y desarrollamos un medio de lenguaje que podríamos llamar ‘globalizañol’ o ‘globalish’.

Este texto procede de mi libro Leer o no leer. Sobre identidad en la sociedad de la información, del apartado "De lo leído".