Este fin de semana, ayuno de novelas. La dieta ha sido la biografía de Chesterton escrita por W. R. Titterton, inédita en castellano y recién editada por Rialp, y una colección de entradas de blog de Benítez Ariza en la colección Álogos de Siltolá. Y el fin de semana anterior fue una biografía de Conrad. Pero no hay cuidado: la lectura también tiene sus saludables cuaresmas. Esta distancia con la novela permite volver a ella con hambres atrasadas, y también descubrir lo que el alejamiento, convertido en perspectiva, ofrece.
Para lo que hoy llamaríamos literatura, la retórica clásica preceptuaba deleitar, instruir, conmover. Un discurso logrado debía alcanzar esos efectos en el oyente o lector. Pero hay un plano antropológico subyacente: si la novela deleita, instruye y conmueve es porque algún grado de incidencia tiene en la personalidad, en la identidad. Quiero decir que mi sensibilidad hacia Inglaterra está modulada por una exposición continuada a las novelas de Agatha Christie; que sólo entiendo que estoy en un "auténtico" pueblo si es capaz de despertar en mí la mirada aprendida en Azorín; que cuando la tentación del idealismo romántico asoma, me acuerdo de escarmentar en la cabeza ajena del Jim de Conrad.
Las novelas entretienen, sí; pero todas aspiran a entretejerse en el telar constante de nuestra persona, a aportar sus hilos. La trascendencia de una novela se podría valorar por la cualidad y calidad de hilos que ha entretejido en nuestro cañamazo. A veces, esos hilos no se perciben inmediatamente, pero allí se aprietan ya en fibra muscular del alma, si es que el misterio del alma puede aguantar esta metáfora. Y solo con el tiempo brillan en algún escorzo, en alguna irisación encendida por una inesperada luz, suave y confortadora, o incisiva y dura. "¡Ah, así que te quedaste!", exclamamos maravillados del misterioso y novelesco tapiz que somos.