La primera vez que leí los Cuatro cuartetos, me sorprendió especialmente una sección. Yo leía como el estudiante que era, y Eliot escribía desde una dolorosa madurez, y además bajo los bombardeos alemanes del London Blitz. La sección aparecía en el último cuarteto, "Little Gidding". Era fascinante. Un poema narrativo que reflejaba un canto de la Divina Comedia, ambientado en una atemporalidad borrosa, ese intervalo que no es ya propiedad de la noche, ni todavía del amanecer, aunque sí patrimonio de Inglaterra por su telón constante en las tragedias de Shakespeare. Es el momento de las revelaciones.
Eliot se encuentra con un espectro, y los espectros retornan con revelaciones que influyen en la vida de los vivos, como muestra la escena del fantasma del rey de Dinamarca y su hijo Hamlet en la tragedia de Shakespeare. Como Brunetto Latini a Dante en el Infierno, este maestro -que representa a toda la tradición occidental- acompaña a Eliot por un caótico paraje que parece el infierno, pero que finalmente resulta ser un purgatorio. El maestro anuncia a su discípulo las verdades últimas y dolorosas del cuerpo y del alma, del alma de un escritor, y apunta a una purificación a través del fuego. Entre esas verdades punzantes cuenta la vanidad, el daño causado a otros, la autosuficiencia desmentida por el desmoronamiento del cuerpo... y más.
Es un Eliot con un pasado que le pesa, y con una fe encontrada. Para mí que esta sección era el examen de conciencia constante del hombre Thomas Stearns Eliot en aquella encrucijada "nel mezzo del cammin di nostra vita".