María Rosa Espot y Jaime Nubiola. Desclée de Brouwer, Bilbao, 2019
I. Lo
leí casi de un tirón, pensando en este próximo curso, recordando ocurrencias y
reflexiones de estas últimas semanas, experiencias de estos cursos pasados. Alma
de profesor me ha hecho profundizar, asegurar, repensar, tomar decisiones…
porque está escrito desde una larga dedicación a la docencia, en enseñanzas
medias y superior; con un corazón sabio y profundo, con una cabeza habituada a
pensar con libertad y eficacia.
Trae
una serie de temas verdaderamente pertinentes, aunque algunos nunca aparecerán
en una ley del Ministerio, ni en un consejo directivo… (ojalá sí). Buen
ejercicio de lectura para quienes andamos saturados de directrices educativas
abstractas que bajo la etiqueta de excelencia promueven prácticas imposibles,
estresantes… que parecen confirmar el título de aquel libro de Gabriel Marcel:
Los hombres contra lo humano. ¿No nos estaremos olvidando de lo esencial en la
educación? Espot y Nubiola ayudan a despertar, y a ilusionarse. Aquí solo voy a desarrollar algunas de las muchas buenas impresiones que me llevo.
II. Apuestan
Espot y Nubiola por los profesores lectores, porque los profesores sean grandes
lectores. Qué acertada su respuesta al argumento de que la agitada vida
contemporánea impone demasiadas dificultades a la lectura: “algunas otras
personas […] precisamente leemos para poder sobrevivir en ese entorno tan
agitado”. Así es. Me han hecho perfilar bolígrafo en mano una metáfora que vengo
cavilando desde hace tiempo: la lectura es como la mirada sobre un dilatado
paisaje mientras viajamos en tren: mirar por la parte baja de la ventana del
vagón nos presenta una masa escurridiza e informe, un sumidero de colores inestables:
querer ver lo inmediato y cercano, resulta en una paradójica confusión que marea;
en cambio, alzar la mirada a los horizontes colgados en la parte alta de la
ventana nos devuelve el don del paisaje, la claridad de las grandes líneas que confluyen,
la permanencia de colores y matices, el tiempo revestido de eternidad en que descansar
el alma. La lectura es ese alto mirar por la ventana, el acorde de nuestro tiempo
más humano con lo eterno que intuimos en todas las cosas.
III.
Las páginas que dedican los autores a la enseñanza de la escritura me han
parecido un magnífico compendio de frutos que solo llegan con dedicación de
años, enjundiosos, y que en estas páginas se comparten en confianza. Como
indican, escribir puede ser un insustituible modo de compartir —ese verbo con el
que los jóvenes expresan la necesidad de vínculo y de entrega auténtica—. Un modo
que difícilmente descubrirán si no es de la mano del profesor, que enseña a pensar
—he decidido que les diré a mis alumnos “No quiero que penséis lo que yo pienso, sino que
penséis conmigo”—, a comunicar; a fomentar el inconformismo con la vaguedad, la enemistad
con el cliché; la disonancia con el pensar, sentir y amar inarticulados y
anónimos —aunque suenen a la moda—. “¡Cuántas veces escribir alivia el alma!”.
Sí: sacar afuera, leer adentro. Al leer lo escrito, leerse. Al corregir,
corregirse. Al afinar, afinarse. Al descubrir, descubrirse, como quien acaba de
caer en la cuenta de la cercanía de un amigo.
Y
además está esa exigencia de forma, como proponen los autores, de estructura,
de fondo, de conexiones entre todo lo que concurre en el texto que nace. Pienso
que escribir es un modo de formar el mundo, de reducir el caos de la
experiencia, de ganar paciencia para con uno mismo y los otros. No perdamos el
tiempo en la escuela, en la universidad.
IV. Otro
de los asuntos abordados en el libro, que me ha interesado con avidez es el del
alumno introvertido. Espot y Nubiola visibilizan este tipo de persona-alumno; así como el sesgo educativo generalizado en Occidente que favorece el ideal o
condición de persona extrovertida. Me han hecho recordar una clase que doy cada
año sobre temperamentos y caracteres en la configuración de héroes de ficción.
Sigo el magnífico manual de Estrategias de guion cinematográfico de Antonio
Sánchez-Escalonilla; y este curso pasado, en el silencio denso de la clase atenta, una alumna del grado de periodismo
tuvo una auténtica iluminación: también los introvertidos y
melancólicos pueden ser héroes. En Alma de profesor se indica que frente
a los discursos machacones del trabajo en equipo o a la tendencia al
estereotipo del liderazgo como función reservada a extrovertidos, “la
creatividad es muchas veces mayor cuando se trabaja en solitario”. Y aquí los
extrovertidos pueden llevar una buena ventaja. Si trabajan, claro. Y si cerca
de ellos hay un profesor que sabe ver y hacer ver las riquezas únicas y las posibilidades
de cada alumno y alumna, sean introvertidos o extrovertidos. “Los introvertidos
gustan del silencio, saben escuchar con atención, piensan antes de hablar y de
actuar —¡se toman su tiempo!— y perseveran en hacer bien el trabajo que tienen
entre manos”.
Hace
unas semanas leí Momo, de Michael Ende. Puestas mis impresiones de lectura frente
al espejo de Alma de profesor, ahora comprendo mejor a la protagonista, acompañada
por la tortuga Casiopea. Qué bello símbolo.