Quizás septiembre sea el momento: no estamos en la tensión del trabajo que nos traerán el otoño y el invierno, ni en la distensión total de las vacaciones del verano. Flota una nubecilla inconcreta de nostalgia, otra más blanda aún de proyectos, sopla una brisa de serenidad ambiental que ciñe el domingo como un ramillete de lavanda por una sencilla cinta. ¡Ah! es el momento para el arte de la sobremesa.
Acabo de volver de una familiar. El té moruno de mi tío fue superior, creo que si hubiera cerrado los ojos en cualquier momento hubiera visto alguna duna dorada del Magreb. La conversación fluía entre hermanos, padres, abuelos, nietos, cuñados. Los pequeños corretean, los más pequeños exigen algo que conocer por vía oral; los mayores hablamos, y entre diálogo y diálogo sobreviene algún instante de enigmática autoconciencia, o una mirada que se queda fija y que luego, en el recuerdo, descubres que es una escena, que podría haber sido un modelo para Velázquez. Yo creo, de verdad, que esto no se disuelve, como el ímpetu de la brisa; que queda inscrito en algún lugar de la eternidad.